El astro que quema: De cómo la Literatura puede cambiar al mundo


Literatura Orlando Olivero

Por: Orlando José Oliveros Acosta – Canal Cultura

Vivimos en un mundo atormentado por los conceptos y las definiciones universales, un mundo acosado por la incesante lucha de la apropiación del sentido de todo lo que existe e imaginamos. Así hemos llevado a cabo la dinámica de nuestras sociedades: con las jerarquías interminables, con las acepciones precisas y, especialmente, con instituciones legitimadas para validar lo que es y lo que no es. La literatura no ha estado distanciada de este conflicto de significaciones: desde que existen los discursos ha habido un afán por definirla, y en el transcurso de esta batalla semántica cualquier perspectiva distinta de la crítica reconocida es cortada de un tajo. En este texto me propongo dos objetivos: desvirtuar aquella noción de la literatura donde únicamente se le considera como una ingeniosa faena ornamental y alimentar esa otra dimensión de la narrativa capaz de cambiar los contextos sociales en los que se origina.

 Cuando Walter Mignolo escribió sobre las nuevas alternativas de los estudios literarios en y sobre América Latina[1] lo hizo basándose en una problemática conceptual de su época en la que el nuevo corpus y las nuevas producciones discursivas eran pasados por alto porque se manejaba una noción de literatura que identificaba el campo de estudios literarios con el canon, de tal manera que aquellos fenómenos discursivos que se oponían a las estructuras simbólicas de la hegemonía terminaban siendo excluidos del campo literario. Un problema equivalente ocurre en nuestra actualidad: se ha manejado una noción de literatura tan poética y tan estética que se le ha negado su característica de generar cambios sociales.

Entenderemos el elemento poético de la afirmación anterior como una extensión de la función poética del lenguaje abordada por Roman Jakobson. En ella el lenguaje literario es autónomo y se centra sobre sí mismo, no depende de la realidad del autor para desarrollarse como sí lo hacen la historia o la ciencia. De Aguiar e Silva, comprendiendo esta teoría, concluyó que mientras el lenguaje literario es independiente, “el lenguaje histórico, filosófico y científico es un lenguaje heterónomo desde el punto de vista semántico, ya que siempre presupone seres, cosas y hechos reales sobre los que transmite algún conocimiento”[2]. Siguiendo este sentido, algunos estudiosos han concluido que la literatura no transmite ningún conocimiento útil en nuestro mundo porque su accionar es propio de otro universo inventado por ella. Esto quiere decir que la connotación que circula dentro de una novela, un cuento o un poema poco puede ayudar a la denotación comunicativa de nuestras sociedades. “Todo arte es inútil” había escrito Wilde en el prólogo del Retrato de Dorian Gray. Pero habría que preguntarse si precisamente no es esa constelación de símbolos y sentidos de una obra literaria lo que hace que los lectores asuman otra forma de ver la realidad unilateral que les imponen aquellos que detentan el poder. El gran interrogante a resolver de nuestro tiempo será si pueden ser asumidas como conocimiento aquellas experiencias, pensamientos, órdenes e instituciones que se mueven maravillosamente en el escenario virtual de la literatura, dejando a un lado la absurda pretensión de desnudar al mensaje literario de toda intención comunicativa. A mi juicio, la intención comunicativa de una obra es cuantitativamente proporcional al número de lectores que ésta tenga; luego no hay un solo mensaje y cada quien está en todo su derecho de diseñar una verdad a partir de lo que está leyendo, y si esa verdad es capaz de mover al mundo ¿quiénes somos para decir que dicha sacudida no fue producto de la literatura? ¿Cómo separar la evidente conexión entre la inspiración y el sujeto que lleva a cabo su idea?

Literatura Orlando Olivero  2

Es innegable que inmersa en una obra literaria se hallan unas verdades y una visión del mundo[3] fundamentada en determinado esquema filosófico. Pienso que a través de similitudes entre la historia del relato y la realidad de quien lo lee se muestran conclusiones verosímiles sobre este mundo y el otro que pueden generar tal impacto en el lector que termina siendo plausible la posibilidad de una revolución parcial o total en lo que Wolfgang Iser llamó el sistema de sentido. En una entrevista le preguntaron a Paul Auster si creía que escribir era un arma peligrosa, a lo que él respondió: “escribir puede resultar peligroso, desde luego. Peligroso para el lector –si en la lectura hay algo con la fuerza suficiente para cambiar su visión del mundo–, pero también para el escritor”[4]. No puedo dejar de darle vueltas al hecho de que creamos que enciclopedias, teorías sobre la evolución o proposiciones religiosas hayan modificado nuestras estructuras económicas, políticas, sociales y culturales pero que estemos convencidos de que la literatura no ha intervenido también en ello, en especial si nos enfocamos en el campo cultural.

Dividir lo que tomamos como conocimiento de lo que aceptamos como imaginación es un proceso marcado por el dogma de la modernidad. La realidad bien se puede valorar racionalmente como literariamente y no por eso la versión artística queda relegada al mismo rincón de las mentiras. Por el contrario, en su propio cosmos guarda consigo muchas verdades útiles para quien esté dispuesto a abstraerlas. Hay un poema de Octavio Paz titulado Epitafio para un poeta que sirve para ilustrar esta concepción de la literatura:

Quiso cantar, cantar

para olvidar

su vida verdadera de mentiras

y recordar

su mentirosa vida de verdades.[5]

En el poema no solamente se expone un argumento a favor de las verdades en la ficción de la literatura sino que también hay una denuncia a la hipocresía del mundo en el que vivimos. Convendría reflexionar acerca de lo que nos rodea, acerca de las supuestas democracias, los supuestos modelos de justicia y la información que suministran los medios para preguntarnos ¿será que esto es así de cierto? ¿cuánta verdad hay en este enunciado? Habría que calcular hasta qué punto el conocimiento racional es una cortina de humo de ciertos intereses no tan racionales.

Así que la literatura no es una estrella distante destinada a las puras contemplaciones estéticas, sino que es un astro que quema, un poderoso sol que incendia y entibia al mundo con la sola irradiación de su influencia. Habrá aquellos lectores que se queden en la idea parnasiana del concepto y otros que se sientan motivados, perturbados e incitados a armar todo un modelo alternativo de su entorno y a tratar de montarlo. Las palabras no remolcan tras de sí el mensaje explícito de la insubordinación, eso está claro, pero sí son capaces de llevar hasta la interpretación del lector la antigua y perpetua sugerencia a las que atienden siempre los revolucionarios más astutos. Con mucha razón los últimos tres versos de un poema de Juan Gelman acaban así:

                        “con este poema no tomarás el poder” dice

                        “con estos versos no harás la Revolución” dice

                        se sienta a la mesa y escribe.[6]

[1] MIGNOLO, Walter. Entre el Canon y el Corpus: alternativas para los estudios literarios en y sobre América Latina. Nuevo Texto Crítico Vol. VII Nos. 14 – 15, julio 1994 a junio 1995.

[2] DE AGUIAR E SILVA, Vítor. Teoría de la literatura: El concepto de literatura, la teoría de literatura. Madrid: Editorial Gredos; 1979. p.16.

[3] Entiéndase como “una” visión del mundo genérica, pues es el trabajo individual del lector el que va a construirla, trabajo que puede variar depende a la ideología de quien lo ejecute. Así en un texto pueden encontrarse muchas verdades pero sólo una visión del mundo que no siempre será la misma.

[4] AUSTER, Paul. La vida interior de Martin Frost: Cómo se hizo «La vida interior de Martin Frost». Barcelona: Editorial Anagrama; 2007. p. 23.

[5] PAZ, Octavio. Libertad bajo palabra. Madrid: Catedra Letras Hispánicas; 2009. p. 116.

[6] GELMAN, Juan. Antología de poesía latinoamericana contemporánea: Confianzas. Bogotá: Grupo Editorial Norma; 2010. p. 130.

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