El miedo no es más que una pasión triste producto de la impotencia y la escasez, entonces cada una de estas muertes, amenazas y desapariciones tienen raíz en la tristeza e impotencia de sus perpetradores.
Por CA OS para Canal Cultura
José Luis García Berrío fue uno de los tantos líderes comunitarios asesinados en Cartagena durante el 2017, y su muerte como la de tantos otros líderes y lideresas NO son hechos aislados, o “líos de faldas” como dice el ministro Villegas. Sus muertes son producto de un aparato criminal grotesco y asesino, que convierte las muertes singulares de cada uno de nuestros líderes en una traspolación de la muerte colectiva. Es cuando esta existencia colectiva se convierte en un lugar asfixiante donde cada quien se pone en contacto con el otro limitándolo sin comprenderle.
Detrás de estas muertes hay culpables, culpables con una alta carga de vacío y de nada. Cada acción de asesinato descompone el tejido social y sobre todo los descompone a ellos: los asesinos. Por eso es necesario saber que estos culpables tienen buenas razones para tener miedo. El miedo no es más que una pasión triste producto de la impotencia y la escasez, entonces cada una de estas muertes, amenazas y desapariciones tienen raíz en la tristeza e impotencia de sus perpetradores.
El Estado colombiano tiene que ver en todo esto, también es una máquina de tristeza, su lógica criminal actúa en virtud de su misma pretensión de seguridad. Es un Estado que tiene tentáculos legales e ilegales, que intenta a como dé lugar propagar la intensa necesidad de uniformidad, la intensa necesidad de acallar lo que no quiere escuchar ni que sea escuchado. Situación que no nos deja otra salida que reconstruir sin cesar la vida y un mundo interior, personal y colectivo, como un niño que reconstruye en todas partes la misma caseta. Necesitamos muchos más vínculos que quebranten el miedo y la tristeza.
No puede seguir pasando que una lideresa o un líder social-comunitario representen, para algunos entes de poder, una amenaza y un espacio de exterminio y muerte, porque no solo muere alguien, con ella y con él se asesina una posibilidad de mundo, nos arrebatan la reconciliación y la verdad. El paso a una sociedad que construya un territorio de reconocimiento y de encuentro con otros, entendiendo el territorio como algo que va más allá de un espacio a ocupar, más bien algo que se conecta con lo colectivo siendo múltiples, requiere con urgencia dar razón de la importancia de nuestros líderes y lideresas en la construcción de territorios de paz.
Por ende nuestros líderes sociales cobran importancia porque nos permiten, a muchos, un primer contacto con la realidad tal cual es, es decir que posibilitan una lectura de la situación del territorio en su complejidad. Ellos y ellas son la bisagra entre las comunidades que quieren participar en la construcción de un posible y un Estado que muchas veces se traduce en una perpetuidad de lo mismo. Los líderes y lideresas son un puente de confianza en la construcción de un país en paz.
Es necesario que como sociedad colombiana recobremos cierto estado de percepción de la realidad, que significa recuperar el grado de indignación, acción y verdad. ¿Pero qué verdad? Una verdad que nos permita mantenernos unidos de modo irreductible, necesitamos verdades que nos sostengan. Y una de estas verdades, por cruel y atrevida que sea es que uno de los aparatos más criminales que existen en Latinoamérica hoy, es el Estado colombiano: Estado cómplice, Estado perpetuador y Estado inmóvil de lo que acontece con nuestros líderes sociales y comunitarios.
No podemos caer en el lugar cómodo y poco comprometido en que como sociedad veamos el cuidado de nuestros líderes y lideresas sociales, incluso su supervivencia, algo sin importancia y sin sentido. Es inaceptable que una lideresa, siendo mujer negra, indígena o mestiza jamás pueda ser importante, que si ella insiste que lo es, que lo que hace es importante, se traduzca necesariamente en una amenaza. Quizá el estado actual de las cosas nos permita volver a reencontrarnos como sociedad, pero eso requiere otro andar y otra manera de sentirnos. Todo esto no se habla desde un optimismo de la voluntad, como si eso bastara, sino un optimismo del deseo: deseamos y por lo tanto creamos, hacemos, producimos y decidimos tomar otros caminos juntos.
Tal vez un corte temporal de 60 años de violencia armada en Colombia sea insuficiente para señalar la profunda raíz de desigualdad, de invisibilización y de abandono que ha venido generando el Estado. Y todo este abandono junto a la memoria selectiva de un país es la puerta que nos lleva a naturalizar y a jerarquizar las muertes, a sentirlas indiferentes o peor aún a justificarlas partiendo de la culpabilidad de la víctima. Es importante reconocer que existen estas muertes, que tienen una sistematicidad, una complicidad y unos culpables, pero no basta con contar cuántos son, como hacen los medios de desinformación comercializando sus muertes, necesitamos nuevas cartografías, nuevas acciones que nos permitan desahogar la rabia y crear líneas de fuga ante tanto abandono.
Para el caso: cuando el colectivo “contextos” realizó su performance de denuncia partiendo desde lo visceral; la carne, la tierra y la sangre cobraron otro sentido. Hay mucha rabia e indignación, pero también líneas de fuga: reconocer que la rabia permite ver la acción como un motor que hace de lo político algo más que un discurso, y de la rabia algo más que acciones que terminan por agotarse en griteríos. Contextos nos habla de una conexión entre la rabia y lo político.
Ver, performance MEMORIAS -Completo Aquí.
Esta acción como muchas otras es un llamado primero a desafiliarse de las filas del silencio y de la indiferencia, es un llamado también a la expansión colectiva del dolor y la indignación, no para sentenciar y juzgar, sino más bien para crear lo posible desde la rabia, para combatir el miedo poniendo el cuerpo.
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