
Yo realmente estaba impactada. Era como si esas personas hubiesen tenido eso atragantado desde hace mucho tiempo y hubiesen encontrado el detonante perfecto para expresar su desagrado y hasta su desprecio (…)
Por Chavelly Jiménez Castellanos [Cartagena-Colombia] saudadeabbas@gmail.com
Desde la administración distrital pasada, donde se pretendió revitalizar aquellos sitios populares, que históricamente invisibilizados por la dictadura de la historia «blanqueada» oficial, buscaban encontrar la esencia de la «Cartagena no turística», he apoyado todos estos procesos de la mano de personas como Irina Junieles, Gina Ruz, Claudia Ayola, Rafael Vergara, Carlos Acevedo, Pedro Romero Vive aquí, Santiago Burgos, entre otros. He tenido la oportunidad de participar directamente o indirectamente en toda clase de iniciativas ciudadanas que han espelucado los castos e hipócritas principios de este corralito de piedras.
Getsemaní es uno de esos focus, que ha sido rescatado de la podredumbre del olvido, que ha sido reidentificado. Se le recordó a los cartageneros de centros comerciales, de restaurantes elegantes, a la cartagenera racista, que de ese arrabal -siempre visto como el hermano menor del Centro Histórico- se forjó la independencia y que a personajes como Pedro Romero, se le debe la libertad del opresor español. Colectivos culturales y artísticos como Pedro Romero Vive Aquí, como Ciudad Móvil, entre otros gestores y organizaciones, le han dado un nuevo aire a un barrio, que hace veinte años mis tíos y mis padres me prohibían terminantemente visitar por ser peligroso y lleno de «malandros». Gracias a estas personas, a las que conozco personalmente en su mayoría y que se que muchas veces trabajan con las uñas o atenidos a los dilaciones burocráticas, Getsemaní ya no es el curtido barrio de «gente indeseable» sino que es sinónimo de cultura y de creatividad -hasta tesis de posgrado se escriben al respecto-.
Hoy presencié un hecho, que si lo escribo es porque cognitiva y éticamente me llena de dilemas. Los feligreses que asisten a la misa en la Iglesia de la Trinidad, al salir del templo -por supuestos afincados en la libertad religiosa protegidos por la Constitución por supuesto- arremetieron de la manera más irrespetuosa y nada concordante con ese discurso de amor al prójimo, contra unos jóvenes que estaban sentados en las escaleras de la Iglesia, porque según ellos les violaban el libro paso y además esas escaleras no hacían parte del espacio público, sino que pertenecían a la Iglesia y su presencia era dañina para la comunidad religiosa. Les pidieron de manera airada y profundamente grosera, que «respetarán la Casa de Dios», que «eso no era de ellos», «que estaban cansados de tanto abuso» manotearon, gritaron, insultaron, pasando por expresiones como «ustedes son hijos de Satanás y nosotros de Dios», además de otras expresiones soeces, y profundamente denigrantes, que incluso se acercaron a las agresiones físicas. La Policía que se acercó rápidamente de lugar, en vez de tomar una actitud conciliadora y objetiva, dejo que los católicos enardecidos siguieran dando uso de su «libertad de expresión» (con esta expresión defendían la actitud de los feligreses) insultando a diestra y siniestra -le estoy hablando de aproximadamente quince personas gritando al unísono y comportándose como inquisidores por constituir el acto de estar atravesados en la puerta del templo una «profanación» ináudita a su fe-. El colmo fue cuando uno de los feligreses, trajo una videograbadora y empezó a grabarnos -no se con que intenciones- y ante nuestro reclamo de que esa acción era ilegal y atentaba contra nuestra privacidad, sólo respondían «ustedes se lo buscaron» y seguían grabando. Yo realmente estaba impactada. Era como si esas personas hubiesen tenido eso atragantado desde hace mucho tiempo y hubiesen encontrado el detonante perfecto para expresar su desagrado y hasta su desprecio por aquellos desde hace mucho osaban con «perturbar su tranquilidad y su decencia». Aprovecharon incluso para reclamar el que gays y lesbianas se mostraran afecto explícito en la plaza -como sucedió hace unos días-, dos mujeres fueron cruelmente azotadas verbalmente por el cura de la Iglesia, por darse un beso en público y si es no es por el apoyo público de la plaza entera que gritó «Beso, Beso» se las lleva la Policía.
Nuevamente vuelve el espacio público a la palestra. Esta vez no porque los extranjeros y «cachacos» quieran hacer una burla flagrante a la ciudadanía, sino porque los habitantes de un barrio, los vecinos de una plaza, que se ha convertido en un simbolo de resistencia en muchos sentidos, que simboliza una muralla cultural contra la anquilosada mentalidad colonial que corroe a Cartagena hasta las tuétanos, ahuyentan, menoscaban, denigran a las personas que comparten socialmente en el atrio de una iglesia y reclaman eso como suyo -cuando es de todos-. ¿Cómo debemos sentirnos si somos duramente juzgados por los que profesan una religión, porque estamos sentados en el atrio de «su» Iglesía»? ¿Acaso debemos soportar estoicamente sus insultos y «palabrotas» porque estamos irrespetando la «Casa de Dios»? ¿Dónde termina el libre desarrollo de la personalidad de nosotros los que frecuentamos este lugar y empieza la segregación por culpa de un prejuicio enraizado? ¿Dónde termina el espacio público y empieza la exclusividad de los profesantes de una fe? Juzguen ustedes.
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