Por Leonel Enrique
Hace poco encontré un excelente documental,
donde el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, relataba una serie de historias que giran en torno al dominio del miedo en nuestras vidas.
El miedo, un sentimiento que en realidad es necesario, pues nos ayuda a sobrevivir en un mundo que, desde nuestros primeros paso, siempre se esforzó en probar si éramos dignos de él, haciéndonos titubear más de dos veces antes de entrar o salir de las cavernas, previniéndonos contra los seres terroríficos de nuestra realidad y de nuestra imaginación; incluso, salvaguardándonos de nosotros mismos, (como en aquel oscuro episodio cuando se evitó la total aniquilación nuclear en la guerra “fría” –termino que como dice un querido profesor, habría que cuestionar, ya que no se sabe si para el resto del mundo fue efectivamente “fría“-).
Pero, ¿cuando el miedo deja de ser la barrera que protege la sensatez y se convierte en lo insensato? ¿Cuando deja de ser un sentimiento que nos protege de los monstruos y nos lanza a ellos?
Pues creo que deja de serlo cuando se transforma de un sentimiento a el único sentimiento que motiva todas nuestras acciones: cuando por miedo al desempleo, no se habla; cuando por miedo a la democracia, se ahoga; cuando por miedo a las ideas, se silencia; cuando por miedo a la caída de la economía, se castiga al inmigrante; cuando por miedo a la guerra, se ataca al vecino; cuando por miedo a ser robados, somos paranoicos; cuando por miedo a perder la vida, dejamos de vivir.
Eso nos lleva a preguntarnos, ¿Por qué? ¿Quién es el enemigo? ¿El jefe? ¿El gobierno? ¿Los libros? ¿El inmigrante? ¿El vecino? ¿El ladrón? ¿El asesino?
Creo en realidad que el enemigo no es ninguno de ellos. El enemigo es: no recordar que el jefe teme a otro jefe más arriba; No recordar, que es más terrorífico un mundo sin ideas; no tener en cuenta que el inmigrante teme inmigrar; No recordar que el miedo entre vecinos es cuestión de reciprocidades; no recordar que el ladrón también teme ser robado y el asesino a perder su vida.
Paradójicamente, solucionaríamos gran parte de nuestros problemas (si no todos), si tuviéramos miedo a una sola cosa; al olvido. Si le tuviéramos miedo al olvido, no hubiera madres de la plaza de mayo, porque recordaríamos el paradero de sus hijos; no habría muertos por falta de alimentos, porque recordaríamos lo doloroso de pasar hambre; no habría maltratos hacia los niños, porque recordaríamos que la sonrisa de ellos es la salvación de la humanidad; no hubiera guerras, puesto que recordaríamos que causan dolor.
El olvido, un olvido que siempre nos acecha; en todo momento, más aún cuando menos lo esperamos. Explotado por unos pocos a quienes les conviene. Como el obispo católico londinense que negó la existencia del holocausto nazi. Imagino que pronto no habrá patrocinio de la iglesia a muchas dictaduras en ese oscuro pasado latinoamericano; ni “santa” inquisición; ni indulgencias; ni cruzadas, y pronto no habrá violaciones a niños, incluso, puede que los niños se conviertan en los violadores de los indefensos sacerdotes. [El obispo de Tenerife: ‘Hay menores que desean el abuso e incluso te provocan‘]
O como los Estados Unidos, que se jactan de ser vigías de la democracia y se olvidan de Hiroshima y Nagasaki; de Vietnam; de su ayuda a Pinochet, y a otros regímenes; del bombardeo a civiles en Yugoslavia, Irak, Afganistán y hasta de los periodistas que cubren la verdad para que no se olvide. [sobre el vídeo del asesinato de periodistas de Reuters en Irak]
Y podríamos seguir con una larga e interminable lista de hechos “olvidados”: de los rusos en el Cáucaso; del olvido internacional del África; del exterminio indígena en América y Australia; de la supresión de libertades en China; de los falsos positivos, los secuestrados, y exiliados; del enfermo desconocido que muere por falta de atención; del planeta que agoniza día tras día… olvido y mas olvido.
Sé que es imposible recordarlo todo, y también sé que sería catastrófico ser como Funes el memorioso. Es decir, ser alguien con la capacidad de recordar cada momento de nuestra existencia, desde el número de nubes que viste a los 5 años a los pasos que diste el día que fuiste por primera vez a la universidad; recordando a la vez todas las palabras de todas las conversaciones que tuviste en un bus y como ellas te remitan a todos los sucesos importantes e insignificantes de tu existencia, como tu primero beso de amor y la fecha de vencimiento de los cereales que comiste durante toda tu vida con sus formas, colores y sabores, todo y más y nada en una perpetua e infinita intertextualidad de recuerdos, sensaciones y sentimientos.
No, ese no sería el punto, el punto es que el enemigo, el verdadero, no es el olvido en general, que es inevitable y necesario, si no el olvido del prójimo, de su dolor, de sus angustias, de su daño, de su privación, de olvidarnos, en general, de su condición humana, y que inevitablemente, nos lleva a la perdida de la nuestra.
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