Los conciertos en las plazas San Pedro Claver y Getsemaní logran cada año más impacto en la comunidad.

Por: Juan Carlos Piedrahíta B./Enviado Especial, Cartagena
Los conciertos de música clásica en la ciudad amurallada son ya prueba superada. Por lo menos en lo relacionado con la logística y con la apropiación que, se quiere, tenga la comunidad con un evento de esta índole. Con la prudencia de un preludio, la elegancia de un adagio y la contundencia de un allegro, el Cartagena Festival Internacional de Música ha ido conquistando espacios y haciendo guiños para seguir integrando al público con un estilo sonoro que es cada vez más próximo. La pelea no fue de un solo asalto, ni las cosas se han ido dando gracias a las bendiciones profesadas por los ángeles con arpas que invaden la iconografía mundial. Todo se ha hecho, tal y como dice el filósofo mexicano, por el lado amable.
Los conciertos se realizaban para algunos invitados sectorizados y para todo aquel que quisiera escuchar y ver a los artistas internacionales. No se imprimían boletas para enfatizar que se trataba de un espectáculo de carácter gratuito, incluyente, en el que podía participar cualquier interesado. La situación llegó a tornarse inmanejable y, por eso, desde hace algunos años se timbran entradas y se reparten entre la comunidad. Algunos logran ubicación cercana al escenario y a otros les toca conformarse con ver todo desde la barrera, literalmente, porque se cierran calles, la Policía tiene el control de la situación y los hombres encargados de la logística toman todas las precauciones para que la transmisión por televisión, tanto nacional como extranjera, salga lo más limpia que se pueda.
Al comienzo, los pobladores de Cartagena sentían que un encuentro de estas características sólo se llevaba a cabo en la ciudad gracias a sus inmejorables condiciones culturales, turísticas y hoteleras. Un hermoso escenario y una mágica locación a la que arribaban cientos de visitantes, entre artistas y espectadores, para vivir el festival y luego irse sin dejarle nada a una comunidad que por un lapso de diez días los había acogido. Durante las primeras ediciones del evento, los empresarios de los restaurantes aledaños a la plaza de San Pedro ponían una suerte de barricada para separar a sus comensales de los asistentes a los conciertos gratuitos. Luego, tanto los administradores de los locales como los organizadores del certamen pactaron una alianza para aprovechar el flujo de personas que pasaban por ahí buscando el alimento para el cuerpo y también para el espíritu.
La mezcla dentro de esta clase de eventos es total y uno de los aspectos que más se destaca es la presencia de niños, incluso de brazos, que asisten sin saberlo a su primer recital masivo. Se diseñan repertorios para disfrutar en familia y para acercar tanto a los expertos como a los neófitos. La misión de Stephen Prutsman es motivar ese espacio de relación con piezas de conocimiento general y un poco más livianas. La función de los músicos está concentrada en su lucimiento personal, porque allí, más que en cualquier otro lugar, como el teatro Adolfo Mejía (que en Cartagena se empeñan en identificar como el teatro Heredia) o las capillas de los hoteles Santa Clara y Santa Teresa, se establece una interacción directa entre el arte y su espectador.
En esos conciertos al aire libre es importante saber tocar el instrumento, pero también es vital hacer show con él. Eso es lo que está esperando el público y es lo que logran artistas como el flautista mexicano Horacio Franco y la canadiense Lara St. John, quien ejecuta su violín con tanta habilidad como destreza teatral. La exigencia para la orquesta acompañante es distinta porque el repertorio es más elemental y su director está concentrado en conseguir un respaldo genuino. La Orquesta Sinfónica del Estado de São Paulo (Osesp) interpretó, entre otras piezas, Rhapsody in Blue, de George Gershwin; El cóndor pasa, como representación del folclor peruano; La bamba, como éxito radial de todos los tiempos, y dos versiones de Kalamary y Noches de Cartagena.
La plaza de Getsemaní es un lugar más agreste que la plaza San Pedro Claver. Es casi normal encontrarse con habitantes a quienes les incomoda la realización de un evento que para ellos es exclusivo y disonante con las características particulares del sector. Este sitio en el día es multiusos: funciona como cancha de fútbol, como libre comercio de cualquier objeto y como espacio de reposo para los pensionados. Allí se llevó a cabo el concierto Colombia y Venezuela mágica, en el que intervinieron el ensamble, con sus pasillos, bambucos y torbellinos, y el cuarteto del violinista Alexis Cárdenas, quien se mueve bastante bien en esa extraña frontera que diferencia las músicas académicas de los sonidos tradicionales.
Las plazas San Pedro Claver y Getsemaní seguramente seguirán siendo espacios vitales para el Cartagena Festival Internacional de Música, pero será para la edición número siete, cuando la ciudad vuelva a estar bajo la influencia de la clave de sol.
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